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Cuento: PUPILAS QUE SÓLO VEN DE NOCHE.

PUPILAS QUE SÓLO VEN DE NOCHE.

Era majestuoso. Era honradamente majestuoso y bello. Aunque no por ello, ni por ninguna otra razón, se atentó contra su actitud de ser prehistórico, se hizo cicatrices a modo de iniciales en su tronco colosal, o se procedió a descuajaringar sus ramas, como si era común en otras zonas del mundo inabarcable. 

A nadie, en su sano juicio, mucho menos se le ocurrió nunca siquiera pensar en talarlo. El baobab era un emblema, un símbolo y muchos entes mágicos entrecruzados, que de forma voluntaria, titilaban polirrítmicamente en un punto cualquiera, dentro de la línea que definía el final y el comienzo, o el término y el arranque, de un desierto y un bosque que se miraban frontalmente a la cara. 

El augusto árbol no estaba solo, a pesar de que tampoco fuera exigiendo a nadie no estarlo. Vivía en medio de una calle, construida por los antepasados de unos pobladores que habían levantado a su alrededor, modestas casas con techo de zinc, de un solo nivel que resultaban ser a su modo, y junto a otros elementos del entorno, una especie de cajas de música que proyectaban sonoridades peculiares, de apariencia repetitiva y cadenciosa pero igualmente cambiante.

 Por lo cual; el burbujeo de una tetera, los gritos de los niños al jugar, los rezos diarios que emanaban de las páginas de un libro sagrado, la llamada de una madre, el crujir de la árida tierra que se abría en forma de surcos y, las melodías norteñas, cifradas en tres cuartos y cuartos de tono, que traía el soplido incesante del desierto, suponían para el árbol el trajín monótono y sonoro de los días. Sin embargo, al caer la noche, el ronquido de lo mundano vibraba convertido en silencios.

Y sin tener la pretensión de alejarme de la descripción que me ocupa, comentaré, como el que comenta cualquier cosa que le apetece comentar, que cuando la mañana regresaba con el sol incandescente, Ibrahima Beye volvía a sus quehaceres, a sus labores, a su lucha incansable. 

El problema cotidiano que lo asaltaba. El problema, el grave problema que afligía a todos y que a nadie hacia enfadar tanto como a Ibrahima, significaba el descarado avance del desierto que, desde hacía varios años, crecía insaciable. Y lo que primitivamente era pradera, ahorita era páramo y lo que verde era, reconvertido quedaba en amarillo y la incómoda arena provocaba, con más asiduidad de la acostumbrada, que las puertas y ventanas antes abiertas, estuviesen, a cal y canto, cerradas. 

Desde hacía varios meses, además, destinaba su tiempo peleando y gritándole maldiciones a una duna viajera, antaño errante, que había detenido su nomadismo a las puertas del pueblo. Por tal desatino, desde el amanecer y hasta el ocaso, invertía toda energía a desarmar y reducir a aquella duna molesta que allí se había presentado sin que nadie la hubiera llamado. Y sin embargo, al caer la noche otra vez, la duna crecía de nuevo al compás del ronquido de lo mundano.

Los vecinos dudaban murmurando y las apuestas, sobre cuanto tardaría en llegar la deserción de la furgoneta oxidada que conducía a la solidificación de sus ilusiones, que en cierto modo eran las ilusiones de todos, se había convertido en un pasatiempo magnifico para matar el aburrimiento. 

Pero el idealista personaje, mientras tanto, seguía a lo suyo, dadivoso y testarudo, no ofreciendo prueba alguna de que el profetizado final llegara pronto,  volviendo cada amanecer a sus quehaceres, a sus labores, a su lucha incansable y bajo la mirada, de quienes lo nombraban contemplando la contienda percutida a cabezazos, cuando respondía a la maldita duna que lo increpaba.

Llegados a este punto, creo que es de imperiosa justicia aclarar que lo que muy pocos sabían, y que además no ha dicho el mismo narrador que cuenta tantas verdades como mentiras, es que al acabar el día y habiéndose desvivido todo lo humanamente posible, Ibrahima volvía sobre sus pasos. Caminaba todo lo caminado anteriormente para acabar sentado, en la penumbra de la tarde y a espaldas de un tronco. 

Y bajo el baobab, que era en realidad donde Ibrahima se encontraba, los parpados de aquel caían pesados como plomos de pescar, a la par y en la misma fracción de segundo que un murciélago, posado en una de las ramas del mismo árbol, los erguía. 

La noche es un misterio seductor, dice un susurro popular. Un colmo de dudas y leyendas, una fiesta de djinn que danzan en la anarquía de un escándalo ensordecedor que ningún humano escucha, y en la quietud de una atmósfera compuesta por un hombre, un árbol y un murciélago que se encuentran, a su manera, conectados.

                                                                         Borja Izquierdo Marrero

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